Al final del pasadizo
“Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen” (1 Pe 3,15).
Esta conocida cita de la Primera Carta de Pedro se inscribe en tiempos de dificultad e incomprensión hacia cristianos que vivían dispersos en la zona del Asia Menor, actual Turquía, hacia el 90 d. C. No eran tiempos de persecuciones virulentas, pero sí de rechazo silencioso, de puesta en duda, de sospecha constante contra estos hombres y mujeres extraños que habían cambiado su vida y sus costumbres, que no se plegaba a todo lo que se les presentaba, que buscaban discernir, no solo entre lo bueno y lo malo, sino entre lo bueno y lo mejor, entre lo lícito y lo que conviene.
Si la lucha hubiese sido por un momento o por un breve e intenso lapso de tiempo, todas las energías se habrían dispuesto para ello. Sin embargo, cuando el clima se mantenía igual a lo largo de los días, semanas y meses, cuando no se veía una salida clara y pronta, esas mismas energías se iban disipando y perdiendo en el camino. Algo por el estilo nos puede suceder a nosotros hoy.
El apóstol entonces recurre a extraer desde lo más profundo de cada uno las motivaciones más íntimas que lo hacen estar vivo en la lucha. Dar “razones de nuestra esperanza” exige, ante todo, mirar adentro. Indagar en las motivaciones más personales que tenemos para volver a intentar cada día dar nuestro mejor esfuerzo. Pide repasar con el corazón los rostros de aquellos que más amamos y ponerle nombre a lo que deseamos para ellos. Pide también mirar nuestros temores y nuestras heridas, y saber que también están allí como compañeros actuales, aunque no necesariamente permanentes, de nuestra historia.
En estos días de continuar en cuarentena, quizás no tengamos alrededor a tanta gente a la que tengamos que, “siempre” y “delante de cualquiera”, dar razones de nuestra esperanza. Sin embargo, hay un compañero que se levanta todos los días con nosotros y es al primero que vemos. A ese que se cansa y bajonea, que se pone irascible y ansioso, que se distrae y se preocupa. A ese rostro que nos devuelve el espejo al comienzo y al final del día. A ese que somos cada uno de nosotros, también tenemos que volver a recordarle, con infinita paciencia y misericordia, las “razones de nuestra esperanza”. Puede ser que así, cuando la vida vaya recobrando sus senderos habituales, nos encuentre más fuertes y maduros que cuando entramos en este apretado pasadizo.
P. Andrés Marcos Rambeaud
Capellán
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